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EL ACTOR

La vida siempre ha sido dura, pero desde que el Emperador Kaveh Afshar falleció Srian se había convertido en un infierno en la tierra; su hijo menor, Arman, había sido nombrado Príncipe Heredero contra la tradición del Imperio, dividiéndolo entre aquellos que apoyaban la decisión del viejo Kaveh y los que no. La guerra civil fue corta, pero terriblemente sangrienta; terminó con la muerte del Príncipe Heredero a manos de su hermano Sasan, el cual también ajustició a sus otros tres hermanos (Abbas, Sahad y Salmand) para zanjar por completo la cuestión sucesoria. Con esto las hostilidades deberían haber terminado, pero la realidad era muy distinta y las heridas que nacieron durante la guerra jamás se cerraron del todo, ningún bando había vencido y Sasan resultó ser un tirano. Los reinos vecinos fueron testigos de la debilidad interna del Imperio vieron la oportunidad de recuperar el territorio perdido años atrás, cuando Srian era una nación poderosa; aún no se había recuperado de la guerra civil y a sus fronteras llamaron los ejércitos enemigos, trayendo de nuevo la guerra a sus gentes.

En medio de ese conflicto, nació Adya, como otros tantos niños, fruto de una violación por parte de los soldados invasores; en un Imperio en el que era difícil encontrar agua limpia, más inconcebible resultaba abortar en condiciones seguras, así que todas los tenían y si sobrevivían, los abandonaban. Por suerte, el caso de Leyli era un poco mejor; contaba con la ayuda de otras mujeres que habían creado una pequeña comunidad, una familia sin lazos de sangre que se protegían y cuidaban mutuamente. Pero Adya era diferente. Siendo un bebé de pocos meses, su madre se olvidó de que era su hijo tras unos días de ausencia, hecho que se repitió no solo con su Leyli, sino con todas las demás mujeres, hombres, niños y ancianos que conocía. Y nadie entendía por qué, él el que menos. A pesar de que era un niño amable, divertido y juguetón, nadie parecía tenerlo en cuenta para nada. Nunca. Su madre se lo olvidaba en el mercado, no le avisaba cuando salía de casa, y durante un viaje Adya la perdió para nunca volver a encontrarla.

 

Se quedó entonces solo en una ciudad que desconocía, un puerto comercial abarrotado de gente quemada por la vida, tan harta que no podían echarle cuenta a un niño huérfano. Otro más, ¿qué diferencia hacía? A veces les echaban los desperdicios de la comida, o las frutas y verduras ya pasadas que no podían vender. Era una jungla en la que podían pasar varios días sin comer, cuando esto pasaba se buscaban la vida de otra forma; trabajo no había, así que lo más rápido y fácil era robar. En esto aventajaba a los demás, por primera vez en su vida esa maldición con la que había nacido le era útil, e iba a explotarla todo lo que pudiese. Con el tiempo dejó de aceptar las sobras de los demás y se convirtió en un ratero que incluso podía permitirse hacer negocios, casi siempre robaba para comer, pero cuando no intentaba sacarse unas monedas robando cosas que no necesitase; le timaban la mayoría de ocasiones, él no se daba cuenta y era feliz con lo que le pagasen. Por un tiempo no podía quejarse de su vida, dentro de la miseria se consideraba afortunado. Pero no había que olvidar que solo era un niño de ocho años,—cosa que él, si hizo—lejos de ser tan habilidoso como él se creía. Terminaron pillándolo en pleno hurto, uno de los grandes, así que la excusa del hambre no coló. Además, llevaban tiempo buscando a un ladrón inidentificable y a él era la primera vez que lo veían—tampoco lo hubiesen recordado en caso contrario—, así que encajaba perfectamente en su historia.

Encerrado en los calabozos su "habilidad" carecía de utilidad; parecía que solo funcionaba cuando pasaban un tiempo sin verle, algo imposible en su situación, así que consideró que lo más inteligente era confesar y devolver todo lo que aún no había consumido o vendido. En sus varias guaridas encontraron también algunos ahorros que contribuirían a pagar su fianza, pero ni por asomo alcanzaba la cifra que debía, ni la alcanzaría nunca. Durante la deliberación aparecieron mercaderes y particulares señalándole como autor de robos nuevos, algunos los había cometido él, pero otros muchos no. La historia del ladrón misterioso se había extendido por las calles, donde los buscavidas encontraron una forma rápida de sacarse un dinero al atribuirle delitos que no había cometido, sabiendo que el gobierno les pagaría el importe que pidiesen. Dinero que se sumaba a la deuda que había contraído con Srian, directamente.

 

Aún así existía una pequeña esperanza, un indulto por parte del gobierno imperial, no le perdonarían la deuda pero sabía que algunos reos podían trabajar para el Imperio para cubrir los gastos. Le embargarían el sueldo, pero sería "libre", le darían de comer, un techo y cierta protección... Era con lo que Adya soñaba cada noche en presidio y con lo que los carceleros jugaban para humillarle. Ellos sabían cosas que él no, que al gobierno un niño no le servía de nada, que tenían problemas más importantes, que la guerra tenía jodido al Imperio, que los presos eran cosa de cada ciudad. Estaba en manos de las malas gentes de Imira. Peor aún, de las malas gentes de Imira con autoridad para serlo. Quizás en el fondo Adya ya lo supiese, pero negaría esa realidad categóricamente todo el tiempo que pudiese. Sería el preso más honrado, trabajador y dispuesto de toda Imira... Eso le costaría muchas humillaciones, aunque él las aceptase mansamente, incluso con una sonrisa.

Al principio era lo que más gracia le hacía a sus carceleros. Que ordenasen lo que ordenasen, él correría a cumplirlo como un perro. Si le mandasen limpiar las letrinas con la lengua, no dudaría en hacerlo, ¿traerles las botas a los carceleros? Limpias como una patena, además. ¿Trenzarle el pelo al viejo moribundo que tenía de compañero? Se aseguraría de que fuesen las mejores trenzas de la ciudad. Con el tiempo les aburrió su carácter incombustible, no tenía sentido insistir si en ningún momento iban a desgastarlo, por no hablar de sus constantes preguntas. «¿Sabéis algo del indulto?», «¿Cuando termine de limpiar, podré salir?», «Hoy he sido bueno, ¿verdad? ¿Se lo diréis al capitán?». Ilusionarle carecía de sentido a esas alturas, responderle con la verdad también, nunca se la creía. Hizo falta que la guerra alcanzase Imira para doblegarle al fin.

Primero llegó la escasez de comida. Después, los atentados contra los depósitos de agua. Las turbas enfurecidas, la gente desesperada, las venganzas, los invasores... La cárcel se abarrotó de aliados y enemigos, aunque al principio pudieron separarlos solo fue cuestión de tiempo—y falta de espacio—que se viesen obligados a convivir. Además había que recordar que eran la escoria de Imira—unos más que otros—de modo que cuando hizo falta mano de obra, fue a ellos a quienes recurrieron. Pero no de la forma que Adya creía, creyendo erróneamente que esos trabajos contribuirían a menguar su deuda cuando eran simplemente carne de cañón. Trabajaron en las canteras, en la construcción de máquinas de guerra, fuertes improvisados, incluso en las piras funerarias... Muchos llegaban a la cárcel enfermos o malheridos, si no morían durante las primeras horas lo hacían trabajando, y también les tocaba a ellos encargarse de los cuerpos. No había médicos ni medicinas para ellos, si encontraban con qué tratarse a si mismos podían tomarlo, aunque eso significase pelearse con sus propios compañeros.

 

 

 

 

 

Las peleas fueron lo primero. Era inevitable que ocurriese al juntar a hombres—en su mayoría—tan distintos, con lealtades enfrentadas, hambrientos, sedientos y enfermos. Quienes podían imponían su voluntad sobre el resto, quienes no buscaban a alguien más débil con el que desahogarse. La fuerza de voluntad de Adya le había hecho sobrevivir a varias enfermedades aquellos meses, accidentes, al hambre y en general, los malos tratos de la vida en la cárcel para un niño de ahora nueve años, pero contra la fuerza bruta de los hombres poca voluntad podía imponerse. Por grande que fuese, él era un niño, y ahora un saco de boxeo. Aunque no había que olvidar en qué ambiente había crecido, Adya sabía defenderse y lo hacía, pero nunca era suficiente. Sin embargo era algo con lo que podía, aunque mellase poco a poco su férrea resistencia, seguía teniendo el "apoyo" del personal penitenciario que solía frenar aquellas batallas. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Y solían, porque en ocasiones ellos mismos las organizaban. Las apuestas eran un complemento a su sueldo demasiado jugoso como para resistir la tentación tanto tiempo, especialmente cuando carecían de supervisión por parte del gobierno de Srian siempre que cumpliesen con sus acuerdos de guerra. Convencer a los presos para participar no era difícil, podían prometerles una ración extra de comida, hierba de mascar, alcohol... Incluso mujeres. Cualquiera de los premios era suficiente para hacer que los hombres se matasen entre si, la comida y las drogas eran los más comunes, no tanto por el hambre y la necesidad de evadirse de la realidad—que eran razones muy poderosas—sino porque no necesitaban a las mujeres si tenían a Adya. Hacía tiempo que comenzaron aquellas prácticas, cuando la falta de contacto con el sexo contrario se hizo tan urgente que cayeron en aquel pecado, pero los carceleros no se dieron cuenta hasta ese momento. ¿Y qué hicieron? Lo prohibieron entre los presos, a cada uno que lo intentase le sería cortado el miembro, pero no por respeto, no por decencia, sino para poder cobrar. Dentro y fuera de la cárcel, con las peleas ilegales y Adya consiguieron vivir bien un tiempo, pero Adya no volvió a ser el mismo nunca más.

 

 

 

 

 

 

 

 

Tres años después de ser capturado, la ciudad cayó ante el gran ducado de Dinehal y el encierro terminó. Los presos fueron tomados como esclavos y vendidos a distintos compradores, Adya no era uno de los preferidos a pesar de su juventud y que, aún con todo, presentaba una salud notablemente superior a la de sus compañeros. Simplemente causaba repulsa a casi todo el mundo, un rostro tan anodino e inexpresivo parecía recordarles constantemente el poco valor que tenía la vida humana, les remordía la conciencia aún siendo los partidarios más radicales de la esclavitud. Finalmente, un extranjero meranés le compró. Así llegó Adya al Credo.

 

 

 

 

 

 

Encontrar al Credo no fue fortuito. Las bocas indiscretas decían palabras indiscretas... A la gente le encana hablar y elucubrar, contar historias que casi siempre tienen una parte de verdad. Los cotilleos a menudo son fuentes de información bastante más fiables de lo que la gente cree si uno sabe leer entre líneas, y es ahí donde se mueve el Credo. Supieron de él cuando lo atraparon, e igual que comprarlo no fue casualidad, dejarlo en la cárcel tampoco; puede considerarse un experimento o una forma de comprobar si sería apto. Esa información nunca ha trascendido.

Su entrenamiento no comenzó hasta que se hubo recuperado físicamente del periodo de encierro. Se le curó, se trataron sus enfermedades, se le alimentó y aseó. Esto tardó alrededor de medio año. En este tiempo recuperó parte de la humanidad que había perdido, si bien nada podía reparar lo que había pasado allí, se sintió dentro de una familia al fin. Incluso llegaron a permitir que un cuidador le acompañase siempre dadas las experiencias pasadas, temía que si le olvidaban le fuesen a echar de allí también. Al cabo de esos seis meses se le empezó a revelar parte de los motivos por los que estaba allí, y en principio no le importó. Igual que en la cárcel, Adya estaba dispuesto a hacer lo que le pidiesen, incluso abandonó voluntariamente su nombre para adoptar el de Sada. El primer paso del entrenamiento, el primer abandono de identidad. Allí murió el niño ratero de Srian y nació un actor.

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EL ROSTRO DEL OLVIDO

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Stop...

...please...
                ...stop...

... stop ...

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Sada estaba preparado para el entrenamiento, para sufrir, para las humillaciones y los castigos físicos, pero no para estar solo. Era lo que más temía, y lo primero que el Credo se esforzó por erradicar. Un actor siempre estaba solo, aunque la función fuese grande, aunque fuesen uno de muchos. Siempre estaba solo, y sería eso lo que otros tratarían de aprovechar.

La celda de aislamiento era mucho más cómoda que la de Imira, era cálida dentro de lo que cabía, no había alimañas e incluso corría algo de aire fresco por el conducto de ventilación. Pero nada de eso le consolaba ni borraba el hecho de que le olvidarían si pasaba demasiado tiempo, y entonces lo poco que tenía se habría esfumado. Quiso aguantar... Pero no pudo. Suplicó salir, lloró, se hizo sus necesidades encima por el miedo y aporreó la puerta hasta no poder más. Nadie acudió en su ayuda, la puerta solo se abrió para darle de comer y, en principio, tratar sus heridas. Pero se negó. Y para su sorpresa, ellos no insistieron. Las puertas se volvieron a cerrar, ahora con la celda limpia. Pasaron tres días hasta que volvió a salir, esta vez para una sesión de entrenamiento físico que le ayudó a levantar el ánimo, solo por el rato que duró pues al terminar le esperaba la celda. De nuevo, intentó vencer el miedo para salir derrotado, dejándose las uñas en un intento por salir. Se le cayeron todas y también se negó a recibir tratamiento.

Los días se sucedían sin tener idea de cuándo brillaba el sol o cuando la luna, siempre con la misma dinámica: entrenamiento y aislamiento. El único momento en que veía a los demás muchachos era cuando comían—si coincidía fuera del aislamiento—, allí pudo hablar con los organizadores de un motín. Sería esa noche, antes de que los devolviesen a las celdas. Sada decidió participar, pero le atraparon, e igual que a todos los que le acompañaron se le sometió a un duro interrogatorio donde no faltaron medidas físicas para hacerle hablar. No lo hizo. Tampoco cedió a los sobornos ni los chantajes. Ese día y los seis siguientes no recibió comida, tampoco se trataron las heridas derivadas del interrogatorio. Ese día, por primera vez desde que llegó, su informe fue rematado con un "progresa adecuadamente".

 

 

 

 

 

 

 

 

Conforme avanzaba la celda se iba convirtiendo más y más rápido en la que había conocido en Srian. Hasta las ratas parecían las mismas, correteando y conspirando para robarle la comida cuando se la entregaban. Durante un tiempo intentó encontrar por dónde entraban y salían para hacer lo mismo, pero fue inútil. ¿Acaso las soltaban ellos mientras dormía? Permaneció despierto esperándoles, nunca les vio, pero tampoco encontró el nido de las ratas que siguieron quitándole la comida. El mayor tiempo que pasó encerrado fueron quinientas veintidós horas, alrededor de veintidós días; las primeras doscientas horas las pasó llorando, golpeando las paredes y llamando a los carceleros. No le dieron de comer ninguno de esos días, aunque no supo si como castigo o como parte del entrenamiento. El agua llegaba por un sistema de canalizaciones a una suerte de pesebre, del cual también sacaba el agua para asearse. No tuvo ningún contacto humano. En varias ocasiones, cuando escuchó ruidos fuera de la celda, trató de conspirar con los carceleros. Evidentemente, no tuvo éxito. Salió sin percances, en silencio y por su propio pie. Esta vez si aceptó que curasen sus uñas y dedos rotos.

Sada progresó adecuadamente.

Sada salió mucho más templado de su aislamiento. Mucho más manso y maleable, pero aún quedaban muchas asperezas que limar para que su verdadero potencial sirviese al Credo.

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El miedo a la muerte es algo propio de cualquier animal, ni siquiera necesita ser inteligente, el instinto de supervivencia prevalece sobre casi cualquier cosa. El Credo se encargaba de suprimir ese miedo exponiendo a sus actores a situaciones de riesgo—más adelante, riesgo mortal—de forma recurrente. Con agua, con fuego, entre ellos, solos, por extraños, por conocidos, con secretos, sin ellos... La asfixia era el método más recurrente por lo que de forma habitual, los Actores tienen cicatrices alrededor del cuello. Por supuesto, no es el único lugar marcado por el Credo, pero la insistencia sobre él hace que sea una cicatriz más llamativa que el resto. Sada, entre otros muchos, es uno de los que la tiene y en su caso, siempre la escondió. También se le sometió a operaciones quirúrgicas

Pero no todo era sufrimiento. Los actores, como su nombre indica, tienen que actuar, y para ello se les enseñan nociones de teatro. Sada particularmente disfrutaba mucho de las clases prácticas, no tanto las teóricas—aunque éstas también le gustaban—, en las que ensayaban obras de teatro. Caracterizar era su parte favorita, poder vestir ropa elegante cuando interpretaba papeles nobles le hacía sentir algo más, alguien importante. Sin embargo, fingir sus emociones era un obstáculo que no era capaz de superar solo; su empatía era envidiable, su capacidad manipulativa excelente—después de tantos años en la calle, algo había aprendido—, sabía actuar... Pero sus sentimientos lo convertían en cenizas. En ese momento tenía quince años. Hasta cumplir los dieciocho no volvió a pisar un escenario.

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Para cuando esto ocurrió, Sada no podía considerarse más un ser humano, no al menos tal como se entiende entre las personas normales. Ya no tenía problemas para actuar, porque no existía nada dentro que interfiriese con su interpretación; una hoja en blanco esperando a ser escrita, eso es lo que volvió a los salones del Credo. Solo hacía falta escribir las órdenes sobre el papel y él las ejecutaría a la perfección, como un golem. Cuando la función acabase, se arrancaría la hoja y esperaría al siguiente. Todo por si mismo, un actor perfectamente funcional, autosuficiente, dispuesto a servir a su amo y al Credo; hasta acabar la obra en el primer caso, hasta la muerte en la segunda.

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LADY PANDORA, LA BRUJA

A partir de ese momento Sada se graduó dentro del Credo, aunque siempre debían regresar para dormir—a menos que hubiese un contrato activo—los Actores ya formados tenían libertades que los muchachos en formación no; recorrer las instalaciones, utilizar casi cualquier sala—bibliotecas, cocinas, salas de entrenamiento—salir de ellas e incluso hacer algo de vida fuera de la organización. A Sada eso ya no le interesaba, tampoco necesitaba entretenimiento. Si leía era para formarse, si entrenaba era para mantener la forma, el placer o el ocio carecían de significado para él. Ahora era parte del Credo, y al menos que recibiese órdenes explícitas de lo contrario nada más le importaba. Por esto y otras cosas—su "maldición", por ejemplo—se convirtió en un Actor relativamente popular, servía para todo, era profesional y nunca dejaba cabos sueltos. Firmó numerosos contratos—una formalidad, tampoco podía no firmarlos—y ostentó muchas identidades, un repertorio muy amplio de funciones con finales agridulces.

También demostró tener clara una cosa: no existía más lealtad que la del Credo. Los cambios de chaqueta nunca le costaban, enfrentar a antiguos "aliados" tampoco. Ejecutó a Actores que él conocía y con los que incluso había hablado sin titubear, por el bien de la función y el Credo. ¿Y qué pensaba él de todo ello? Sencillamente no lo hacía. No cuestionaba, se limitaba a cumplir órdenes sin que ello le supusiese ningún problema; cuando no tienes nada, tampoco te pueden quitar nada, sin orgullo, sin ego, sin conciencia... Todo era más fácil. Ese era, al fin y al cabo, el objetivo del Credo, crear autómatas para su imperio. O más que el Credo... Era el objetivo del Fundador.

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